domingo, 22 de febrero de 2015

EL PÉNDULO DEL AMOR

Sólo sé que no sé nada. Que el otro y el amor son más misteriosos que la muerte. Que Marte y Venus tienen cada uno su órbita, y que el Sol es distinto, aunque no lo parezca, cada mañana… cada mañana.

Y así pienso que con el amor pasa a veces como con el saber, contra más conoces al otro más lejos te sabes de él.

Es por ello que a veces es más apasionante permitirte amar a un desconocido hasta que te arranque la piel de los huesos, a contemplar desquiciada como tu media naranja te cuida la piel de los mismos para evitar que un día te desintegres como quimera.

Al abordarse dos personas que son nada la una para la otra, en ese cortejo ciego, en esa seducción inocente, allí, sólo allí, la soledad se llama misterio.

Cuando el Conejo de la incertidumbre nos invita a las Alicias a aventurarnos a un agujero desconocido y misterioso, de ninguna manera querríamos cruzar ese umbral acompañadas. De hacerlo, el encanto se disolvería y la aventura se convertiría en viaje turístico, con escalas y tours planeados de antemano.

La aventura del enamoramiento es por ello efímera, como un relámpago. Un destello de luz tan potente que es capaz de fecundar el océano primordial, la sopa primigenia; capaz de incendiar un bosque antiguo o simplemente iluminar un momento la noche más profunda.

El látigo de la vida nos sacude las entrañas de tal manera, que dejamos por un instante de temer la soledad y la muerte, encarnando no la inmortalidad, sino la mortalidad más humana y vulnerable, haciéndonos creer que somos invencibles. Pues como a Frankenstein, aquél rayo relampagueante le devuelve la vida a nuestra sombra, a nuestros otros Yo muertos y olvidados hace tiempo.

En contraste, el amor maduro, cocinado a fuego lento como un buen mole, puede llevarnos a la soledad tan certeramente como la vida nos lleva a la tumba; y puede llevarnos a la tumba tan certeramente como lo hace el tiempo.

Nunca me he sentido tan sola en soledad como me he sentido en compañía. Nunca tan abrumadamente sola entre desconocidos, como cuando en la intimidad del amor, mi otro de años me ha abandonado por tratar de retener a una yo, que ya no soy.

Así es probable que algún día vuelva a dar un “Sí quiero” y atenerme a un “Hasta que la muerte nos separe”. Ese día llegará cuando acepte mi inevitable mortandad, y desde la fragancia del amor, comience a cavar lentamente mi tumba y a preparar mis funerales. Sembraré entonces un jardín de mí misma en el otro, para que su alma me recuerde siempre y sus labios lleven en la eternidad sabor a mí. 

Pero mientras me sienta inmortal e invencible en mi humanidad vulnerable, no cejaré de buscar relámpagos y tormentas, que me despierten cada vez que me he muerto un poco en brazos de amores compañeros, que se aferran a una mujer que hace tiempo que dejó de ser ella y se transformó en futuro, en sueño, en promesa.

El amor maduro, ese que sostiene y acuna, que acompaña y apuntala, nos va durmiendo hasta la noche del alma, mientras nos susurra una tierna canción de cuna para que no nos asustemos a la hora de morir, para que no muramos de repente, sino que vayamos muriendo, tomados de la mano, en aquella fidelidad que años atrás pactamos; consolándonos, al hacernos pensar que en la realidad construimos algo que perdurará más allá del paso de las arenas, en el reloj del tiempo.

Pero, tanto si somos alcanzados por un rayo fatal que nos fulmina con el impacto de su fuego, como si nos dormimos en vida hasta llegar a una muerte indolora, moriremos. Y moriremos igual de solos que nacimos, igual de desnudos, de pobres y de vulnerables. Pero a veces me ronda la inevitable pregunta: de existir el otro lado ¿prefiero nacer tan dormida como un anciana rendida en los brazos de la seguridad del amor o tan despierta como el fuego de un relámpago alado?

Quizás un Martes me incline por lo primero y un Viernes por lo segundo, o viceversa. Quizá en luna llena busque relámpagos y en luna nueva busque un corazón que teja mi mortaja mientras me canta una canción de cuna, o viceversa... Lo más probable es que me pase la vida como un péndulo, moviéndome eternamente —y gracias a ello— entre esos dos polos, que, yo al menos, nombro indistintamente como Amor.