El mundo se resquebraja y parece que éste es el signo de
nuestro siglo. Las crisis nos inundan desde distintos frentes y todo, todo ¿para qué?.
Antes existían religiones, y antes de eso creencias,
animismos y numerosos dioses que se encargaban de llevarnos al cielo y en el
camino jodernos la vida. Por último se impuso el dinero como dios que nos
permitía acceder a ciertos paraísos desteñidos que se tomaron por buenos, y
ahora el dinero no vale nada y pasado mañana valdrá menos, y todo, todo ¿para qué?.
Pensamos durante incontables jornadas que vivir por vivir lo
era todo, y hacer y que me hagan lo bueno, lo malo, lo mejor y lo menos bueno.
Hoy cargamos un fardo de despropósitos y nos damos cuenta que hicimos, soñamos,
reímos y lloramos, y seguimos cargados de fardos llenos de despropósitos, y todo, todo ¿para qué?.
Amamos, sufrimos, nos entregamos, nos fundimos, pasamos
página y tenemos lo mismo que teníamos antes: a nosotros y nuestra soledad, a nuestros corazones,
a nuestros recuerdos, a los amigos de siempre, a nuestra familia, sí. Pero, y todo, todo ¿para qué?.
Los para qué de antes se reescriben y reinventan, y este
otoño resulta que tiene más sentido soltar que aprehender, ahora hace más falta
renunciar que adquirir, deshacerse que hacerse.
A los veinte es el ¿para qué sirvo? que nos lleva a
estudiar, trabajar, vivir y hacernos con los recursos que no nos proporcionó el
colegio mediocre, la pobre cultura y nuestros amorosos pero limitados padres. A
los cuarenta tacos revisas tus fardos y dices: ¡va!, y todo esto que llevo hoy a
cuestas y he labrado ¿para qué?.
El para ser una mejor persona, es simplemente un chiste
cruel.
Para amar más y mejor, una dolorosa epifanía.
Para tener salud, una carcajada.
Para ser feliz, simplemente una mentada de madre.
Porque la vida desde la terraza de la mediana edad está
llena de maldades de las que nos sentimos orgullosos porque nos definen; de
desamores porque ahora comprendemos que el amor era demasiado grande, demasiado
ambicioso, para llegar a hacerlo bien; la salud no depende de uno y la edad con sus
escalones de experiencias nos altera como mínimo nuestro estar; y la felicidad
no es otra cosa que algo tan simple como despertarse cada mañana con ganas de
vivir.
Este otoño al menos a mí, se me están cayendo todas las
hojas. Tal vez el invierno sea más frío que otros años, pues ya me veo desnuda
y sola afrontando los vientos que se terminarán de llevar todas mis creencias y mis
postigos. Sin embargo no temo como hacía antes, la vida se ha llevado hasta el
miedo. Si es que no está dejando nada este dragón que viene a quitarnos aquello
que no es nuestro.
Tanto, tanto ha quitado el dragón que ya no tengo nada, hoy
no tengo ni siquiera un para qué,
pero es curioso, el corazón sigue latiendo igual, la sonrisa franca y espontánea
surge por las mismas tonterías, en las noches sueño cosas igual de imposibles
que siempre, y cuando despierto mis amores me rodean, igual de imperfectos
igual de cotidianos, y tengo… ganas.
¿Se valdrán las ganas sin para qué? Parece que sí, parece
que se puede vivir sin sentido pero no sin ganas.
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