Contemplo, desde hace tiempo, cómo la
institución en que hemos convertido a las relaciones de pareja, se desmorona.
Tan rápido lo hace que nos está tomando por sorpresa, aunque parezca mentira, y
no nos hemos preparado aún para plantear salidas ni soluciones alternativas
ante el fracaso de eso que comúnmente llamamos amor. El derrumbe nos está
agarrando con los pantalones abajo, o en bolas, a según…
Al ser humano, desde siempre, el amor lo
tira, lo descoloca y le rompe el estado de seguridad que pretende crear
alrededor de sus afectos. Así, cuando ya cree haber conquistado la cima del
mundo —es decir a su propio corazón— viene un nuevo afecto y lo pone de cabeza.
Este desorden caótico no respeta condición, ni clase social, ni nivel cultural,
ni recursos intelectuales, y sabemos de infinitud de casos de hombres y mujeres
sensatos, preparados, eminentes, que perdieron la cabeza por un amor prohibido
a una edad ridícula.
A Carl Jung, por ejemplo, se le juzga muy
duramente por ello. El talentoso psiquiatra, padre conceptos tan importantes
como el inconsciente colectivo y las sincronicidades, fue tan humano como
cualquier hijo de vecino y su mujer tuvo que vivir junto a él, sabiendo que
ella no era la única proveedora de su felicidad, ni por supuesto la dueña de su
corazón.
Si algo es común en los discursos acerca
del adulterio es que la esposa es la víctima, y se da por hecho que los hombres
son unos viles mujeriegos que sólo usan a la mujer para follársela. De ahí se
desprende que las otras mujeres son
unas brujas harpías ladronas de maridos, y en más de una ocasión se opina que
la amante es una puta, así, simple y llanamente, una puta. O la esposa infiel
es una puta, siempre acabamos siendo putas. Mujer libre, mujer puta.
Todo esto viene a cuento por una frase
que escuché ayer de labios de una esposa humillada y dolida por la infidelidad
de su marido: No entiendo cómo la otra mujer no pensó en mí —me decía— ¿por qué
no nos protegemos entre mujeres, por qué no nos cuidamos?.
La frase me dejó pensando. Hay muchísimo
que podría decirse al respecto de este tema, y todo, creo que ya ha sido dicho.
Yo, al menos, no me canso de gritar a los cuatro vientos que el amor no va por ahí… El amor no es
propiedad privada, la sexualidad no es propiedad privada, no lo es como diseño
desde luego, que luego se quiera ejercer así y salga asao como sale, eso ya es
harina de otro costal, pero esas dos energías —porque son energías, no son otra
cosa— no pueden tener dueño. De hecho nada en esta Creación tiene dueño, aunque
nosotros insistamos en que sí, en que la montaña es mía, y su oro… por
supuesto. Que esta tierra es mía, que este río es mío, que el aire, que el
agua, el petróleo, el gas, etc. Y bueno, ahí vemos las consecuencias que tiene
esto que inventamos y que nombramos como propiedad privada. La consecuencia de
este invento humano, también la inventamos nosotros y no existe en ninguna otra
manifestación en el Universo —en ninguna— y la hemos bautizado como guerra.
Así es, cuando aparece la propiedad
privada, aparece la guerra. Y uno, desde una postura intelectual, puede pensar
que la guerra y por ende la propiedad privada, son tan viejas como la
humanidad. Puede ser, pero la verdad es que no lo sabemos. Parece ser que la
humanidad es muchísimo más antigua de lo que suponíamos, pero muchísimo; así que
no podemos aseverar que en el tiempo esto sea una verdad. Pudiera no ser cierto
y que en otros momentos hayan existido otras formas de relacionarnos que no
implicaran el concepto de propiedad privada y por lo tanto la guerra no fuera
necesaria. Esto lo pienso, sobre todo, porque somos la única especie en el
Universo conocido que tiene tal comportamiento. Y eso, solito, da mucho que
pensar.
El concepto de propiedad privada, cuando
se lleva al terreno humano tiene un nombre —incómodo, pero real—: esclavitud.
Hay muchas formas sutiles de esclavitud, y ciertamente, la propiedad de la
sexualidad y de los afectos del vecino es una de ellas. Tan enmascarada cierto,
que nos da por llamarla amor. Lo cual es delicado, porque se juntan peras con
manzanas y todo se hace un lío tremendo.
Podría escribir cientos de páginas sobre
este tema, cómo fue que empezó, cómo llegó a ser la verdad que pensamos hoy que
es esto que llamamos fidelidad. Pero no ha lugar hoy aquí a disertar al
respecto. Lo cierto es, que aunque hayamos construido las bases de nuestra
sociedad y nuestra economía en conceptos tan dañinos e irreales como éste de la
propiedad privada, lo cierto es que funcionan —no es que sirvan, es que
funcionan, que no es lo mismo—. Esto es lo que hay. Tanto así que se sigue
exterminando a un pueblo, ahora en presente, porque otro decidió que esa tierra
era suya, y los otros se dejan la piel, se inmolan, matan y luchan de vuelta
por defender esa misma tierra que consideran sin embargo suya. La palabra suya
habría que iluminarla de rojo fosforescente.
Aunque la mayoría de la gente no vea la
similitud entre una historia de adulterio, con el drama que suele conllevar
para todos los afectados, y el conflicto entre Palestina e Israel, lo cierto es
que es lo mismo. Exactamente lo mismo.
Mujeres israelíes esta semana pasada
levantaron la voz llamando al exterminio de esa raza y todos nos echamos las
manos a la cabeza. Mujeres —desde hace cientos de años— llaman putas a otras.
Mujeres consideran bastardos a los hijos fruto del adulterio de sus maridos.
Mujeres que hacen la guerra a otras mujeres. La guerra de las mujeres, entre
mujeres. Desde esta postura de propiedad privada es que una mujer ayer levanta
la vista y me pregunta por qué no nos protegemos entre nosotras… ¿Por qué si es
mi marido, ella me lo quita y destroza mi matrimonio?.
Cuando uno se libera del concepto de
propiedad privada se queda muy solo en esta sociedad. Quizá uno logra ser
libre, sí, pero como es de los pocos, su libertad le trae de regreso cierto
aislamiento e incomprensión. Si algo me he dado cuenta, es que al ser humano le
gusta vivir esclavizado a todos sus apegos. Se entiende por amor que otro te
posea, ser de alguien. Soy tuya mi amor, sólo tuya… Ese es el juego que hemos
decidido inventar para vivir el amor; y esas son las reglas del juego. El juego
de la propiedad privada y de la guerra es muy rentable, de hecho es el eje de
la economía actual. Quizá es nuestro mecanismo de autorregulación —a falta por
supuesto de haber evolucionado nuestra conciencia—. Y así, cuando somos
demasiados nos matamos y listo, hacemos hueco para otros nuevos. Lo malo es que
los nuevos dejan de serlo a la hora en que pierden la inocencia de la infancia
y crecen siendo más de lo mismo: mismas ideas, mismos paradigmas, mismos
apegos, mismos dramas, mismos problemas y enfermedades. Así que sólo mueren y
nacen, mueren y nacen, los mismos de siempre.
En lo personal, todo este circo me aburre
soberanamente, ya ni siquiera sé si me duele. Desde que era muy niña y leía a
Mafalda, los árabes y los judíos estaban liados a leches. Así que aunque no sea
muy correcto decirlo en alto, el tema me aburre. Me aburre también que seamos
tan leídos, estudiados y meditados y que a la hora del amor nos comportemos
igual que una multinacional como la coca cola, o que un red neck puritano. Me
aburre y me decepciona que aún no he conocido a nadie que no tema amar
libremente sin convertirlo en un vulgar libertinaje inmaduro. Me aburre y me
hace sentir como una niña que se ha quedado sin amigos.
Quiero pensar que no sólo yo —y cuatro
pendejos más— ponemos nuestra sesera al servicio de pensar nuevas alternativas ante el
amor que no sean la propiedad y la guerra, el dolor, la enfermedad y la muerte.
Quiero pensar que unos más que nosotros poquitos, no sólo lo piensen y se quede
en lo discursivo, sino que tengan la valentía, la inocencia y el suficiente
sentido del humor para comenzar a ponerlo en práctica… Pero me temo que aún el
miedo a perder está demasiado arraigado en los humanos.
Es una lástima.
Por hoy, el odio en este planeta seguirá
un día más, y se llevará con él a cientos de vidas. El horror vencerá una vez
más en Tierra Santa. Los rebeldes árabes serán aniquilados, sembrando así más
profundamente la semilla del odio en el ADN de sus descendientes. Un día más,
millones de hombres se irán a dormir y mirarán a sus mujeres sintiéndose culpables
porque ya no las aman como antes. Y millones de mujeres se despertarán y
mirarán a sus hombres y pensarán que ya no los aman como antes. Y ambos
desayunarán con una sonrisa cortés y cariñosa, y se separarán, deseándose buen día, para
ir en búsqueda, un día más, de aquello que les dé sentido a sus vidas. Sus
vidas.
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